barru, barren, barrene

agua terrosa, tierra acuosa, piedras, tumbas

elena martínez rubio / elena galzusta

I

Mi abuelo fue arrastrado por una ola un día luminoso de diciembre en que el mar estaba tranquilo. El cambio de marea dio paso a un vuelco abrupto que a él le costó la vida. No sabía nadar. Cayó entre las rocas, y nadie se atrevió a intentar salvarlo.

Había llegado con trece años desde un pueblo del interior castellano a trabajar a Bilbao, tras haber perdido a su padre. Esto era a principios del siglo XX. Encontró buena acogida donde una familia bilbaína de nombre Acha. Trabajaba en su tienda y vivía con ellos. Y en los pocos ratos libres salía con los hijos, que eran de su edad. ¿Cómo sería la primera vez que vio el mar? Quizá algún domingo de aquéllos irían a pie, o en bicicleta, como se hacía entonces, hasta Portugalete o Las Arenas, siguiendo la ría.
Él nunca regresó a Castilla. El caso es que con la edad cogió una afición obsesiva por el mar que le hacía pasar las noches del sábado y el día siguiente junto a una caña, en los acantilados, mirando hacia la negrura o hacia el horizonte incipiente, sin importarle la pesca, buscando silencio.
Han pasado muchos años desde que mi abuelo se ahogó. ¿Quién sabe lo que es el tiempo bajo el agua, cómo transcurre? De día aún llegan destellos de luz desde la super­ficie, pero es más doloroso imaginar la noche, la desintegración y la oxidación de la materia, seguir la pista a esos espíritus que vagan por él, a los peces casi ciegos de los fondos que no conocen la luz, seres demacrados en busca de alimento, a los animales desconocidos que se dejan llevar de un lado a otro por las corrientes, a las partículas que giran con lentitud, suspendidas en un medio espectral, al que nadie tiene acceso.
Una de las cosas que recuerdo de aquel día en que su hija, mi madre, recibió la terrible noticia, fue su desesperación por no poder recuperarlo. Yo tenía siete años e intentaba en vano encontrar una manera de apaciguarla, sin entender por qué era tan importante que el cuerpo apareciera. Si ya sólo podía estar muerto y no sufría, ¿para qué seguir torturándose con la idea de él flotando a la deriva, o hundido y roto contra las peñas, o siendo llevado con violencia de un lado para otro y descomponiéndose en el agua? Si ya estaba muerto, ¿qué más nos daba? ¿Acaso no sería lo mismo estar dentro de una fosa en tierra? Rigurosa lógica aplicada.
Mi abuelo no apareció, así que el mar fue su tumba. Aunque esta palabra no se debería utilizar aquí, ya que el significado de una tumba es inseparable del montón de tierra que los vivos echan sobre el muerto, y de la cavidad que lo recibe. Tierra madre, por lo visto. Habitación, morada. El fondo del mar, por el contrario, o el de un pantano, o el cauce de un enorme río, donde los movimientos del agua prosiguen con una velocidad y unos ritmos diferentes, no son tumba. Tal vez porque allí no hay reposo. O porque el agua es cosa de peces y no de humanos que necesitan oxígeno para respirar. Éstos, hasta después de muertos necesitan aire para desintegrarse y dar paso como es debido a su nuevo estado espiritual, sobrenatural o lo que sea. Quizá tal posibilidad de inquietud perpetua de mi abuelo sería lo que preocupaba a mi madre. Igual ella sabía que mi abuelo, quedando bajo el agua, ni siquiera después de muerto encontraría descanso. Sí, en esos momentos duros se piensa sobre todo en los tragos amargos por los que el otro ha pasado en vida. En tanto esfuerzo, sueño, disgusto, pena, en tanta mala suerte, en tanta lucha, y en tan poca felicidad, para acabar padeciendo una muerte acuosa, injusta, inesperada.
En adelante, cada vez que veíamos el mar, mi madre entristecía y miraba al horizonte con temor y desconfianza. Esto continuaría toda su vida. Yo, en cambio, no pensaba en otra cosa que en bañarme y nadar. Y eso que para entonces ya había visto, de reojo, un verano en la playa, cómo sacaban del agua el cadáver violáceo de una mujer. Y en otra ocasión, yo misma había sido manejada y vapuleada por las olas, mordiendo arena y tragando agua salada.
Ahora creo comprender que, desde la perspectiva de mi madre, mi abuelo continuaba allí, perdido bajo la inmensidad de un elemento ajeno, el agua, en un absurdo viaje sin rumbo. Por lo que parece, una tumba en tierra hubiera puesto límites, protegiéndolo del caos acuático. Una tumba a lo mejor se hubiera parecido más a una casa. Y eso que para mi madre no se trataba de cruces, ni de bendiciones de un cura, ni de funerales de cuerpo presente. Ahí está lo extraño e inusual. A primera vista al menos. Pues ni mi abuelo, ni mi madre, ni mis bisabuelos, en la medida en que la memoria familiar llega hasta mediados del XIX, ninguno creía en ningún dios, ni en una vida después de la muerte. Eran anticlericales, además. No sólo no necesitaron el visto bueno de la Iglesia para nacer o morir o casarse, sino que lo esquivaron siempre que les fue posible. El deseo de una tumba estaba, pues, más allá de la religión.
Las costumbres y creencias relativas a los muertos y a cómo proceder con ellos tienen un arraigo muy fuerte y enigmático, en cada individuo y en cada cultura. Mi madre, combinación de castellano viejo y una vizcaína, acabó aceptando el mar, sin amarlo nunca.

II

La tierra ha sido casa, y la casa, piedra, tierra, adobe, brezo, junco, madera. Tanto para vivos como para muertos. Algo sólido. Que la tumba sea de tierra o piedra. O de madera, si no. Dos palabras menos utilizadas ya para ataúd en alemán son Totenbaum (literalmente, árbol de los muertos) y Baumsarg (ataúd de árbol), porque los muertos eran colocados dentro del tronco vaciado de un árbol, origen del ataúd de madera actual, pulido y rectilíneo.
La casa ha sido cueva, caverna, gruta, tumba de los antepasados. Un dolmen, un túmulo, un sepulcro. En muchos lugares, por lo menos. El agua no lo es. O acaso sólo lo es para los pueblos asentados sobre lagunas y para los habitantes de las islas. Éstos últimos acostumbran a celebrar y recordar su llegada por mar desde el continente. Como en las ceremonias japonesas que se repiten cada año. Después de una visita periódica y fugaz a sus familiares, los difuntos parten de nuevo en pequeños barcos de junco que llevan su nombre escrito sobre la vela, cargados de provisiones para el largo viaje de regreso al País Lejano. Los vivos esperan a una marea y viento favorables, y llegado el momento, dejan que las barquitas salgan hacia alta mar con su farolillo encendido a bordo. Tradición llamada Obon que describe poéticamente Hisako Matsubara en su novela Samurai. (1)
El agua, por lo demás, está presente en tantas historias ancestrales sobre la creación del mundo, en las cosmo­gonías. Todos los pueblos han sabido intuir, antes de que la omnipotente ciencia moderna lo certificara con sus métodos, que la anterior situación del planeta era pura agua oscura, misteriosa y turbadora. Agua emparejada a lo irracional y a las emociones en la interpretación de los sueños. En parte es lo que Freud llama “sentimiento oceánico” en El malestar en la cultura. Tal vez resto de un primitivo desamparo infantil, búsqueda de fusión con un universo indefinido. (2)
Cuando la cualidad de la superficie acuosa es de calma, como en los lagos, el agua ejerce un tipo de atracción propio, singular. Italo Calvino cuenta en Seis propuestas para el próximo milenio la leyenda de Carlomagno, quien se enamoró de una muchacha que murió repentinamente. El Emperador, que había hecho llevar a su aposento el cadáver embalsamado, no quería separarse de él. El arzobispo Turpín, asustado de esta macabra pasión, sospechó un encantamiento y quiso examinar el cadáver. Escondido debajo de la lengua muerta encontró un anillo con una piedra preciosa… Turpín arrojó el anillo al lago Constanza. Carlomagno se enamoró del lago de Constanza y no quiso alejarse nunca más de sus orillas. (3)
Esta leyenda ha recorrido en el tiempo un camino intrincado, y lleva mezclados diversos elementos. Se diría que en su núcleo, en sus más remotos orígenes, simplemente daría fe de la belleza del inmenso lago de Constanza. Ya los primeros pobladores contemplarían fascinados el lago. Admiradores y veneradores de los parajes naturales especiales, agradecerían, entre otras cosas, vivir gracias a la pesca de sus aguas.
Sin embargo, el agua revuelta por la fuerza de las mareas y las tempestades produce recelo. La memoria de naufragios y de ciudades sumergidas ha sobrevivido miles de años en incontables leyendas. La más conocida en Bretaña es la de la ciudad de Ys. Aquí, como también en el relato del surgimiento del lago glaciar de Bled en Eslovenia y en otros tantos, la interpretación humana considera que el agua, la catástrofe, castigó la soberbia de sus habitantes, borrándoles de la tierra. Van emergiendo las pruebas de que a esas civilizaciones se las llevó realmente el agua. Diluvios, subida del nivel del mar, maremotos. Así sucedió con las tierras de Doggerland, de las que el Mar del Norte se hizo dueño hace unos ocho mil años. Un territorio donde vivían cazadores y recolectores, hoy en el fondo del mar entre Europa continental y las Islas Británicas. De tanto en tanto, caen fragmentos de objetos de la época en las redes de los pescadores. Algo similar a lo que está ocurriendo en las islas Kiribati de Oceanía: el mar creciente se apodera de ellas a causa del cambio climático, y sus habitantes las están abandonando organizadamente. Un traslado irremediable e irreversible.
En cualquier caso, una mirada sin mediación al mar puede resultar abrumadora. Cuando Claude Debussy comenzó a componer su obra La Mer 1903 no se hallaba en la costa, sino en Borgoña, en el interior. Como él mismo confesó a un amigo en una carta, el hecho de estar lejos del mar no era obstáculo para escribir música sobre él, sino todo lo contrario. Los muchos recuerdos le eran más valiosos que exponerse directamente a una realidad cuya fuerza sobrecargaba su imaginación. (4)
¡Ayúdame a mirar!, pide por ello a su padre el niño Diego que es llevado por primera vez al mar y ha quedado mudo ante su visión en el Libro de los Abrazos de Eduardo Galeano. (5)

III

Venimos del agua y somos en gran parte agua, tal y como nos recuerda a diario la propaganda oficial aliada con los vendedores de agua envasada, mientras no dejan de contaminarla y desertizar el planeta. Con todo, aquí, cerca de las costas atlánticas, y a pesar de un dominio milenario de la navegación, la tierra se nos antoja instintivamente más segura que el agua desordenada, agitada, sin fronteras. O acaso en este tema nademos entre dos aguas. De cualquier forma, toda presa y represa, toda inundación artificial, provocada, forzosa, tiene algo de mal agüero. Que un embalse rompa aguas nada tiene que ver con la vida, sino con la muerte. Cierto que las construcciones con diques para retener el agua se idearon hace miles de años. Pero siguen creando aprensión. Más aún cuando el concepto de progreso ha hecho agua, y unos pocos sólo buscan su propia ganancia por medio de las obras públicas, sin escrúpulos ni sentido de la responsabilidad.
Simbólicamente, la inundación de la tierra puede representar asimismo un retroceso. Lo es desde el punto de vista del largo proceso de asentamiento en el entorno que la precede. Sin perjuicio de que pueda acarrear consigo algún bien en un momento dado, es reminiscencia de destrucción. Una amenaza de la que nos habíamos librado, y que después nosotros mismos reproducimos.
Cierto también que cada invento técnico ha ido siempre acompañado de la conciencia de estar tentando la suerte. En especial, desde la Edad de los Metales. ¡Como si no se tuviera suficiente con los desastres naturales! El aviso sobre las peligrosas consecuencias de nuestros artefactos y de nuestras ambiciones se repite en las creencias de que son diablos o lamias quienes trabajan el hierro, o construyen puentes de piedra, etc. Como sucedió in illo tempore con el puente de Ligi en Zuberoa, entre otros tantos. Seres no humanos lo alzaron de noche, antes de que cantara el gallo, que es quien pone siempre fin a la labor entre las sombras de aquéllos.
En los años cincuen­ta y sesenta del siglo XX no faltaron accidentes mortales relacionados con los pantanos. Unas veces afectaron trágicamente a la po­blación, como en Ribadelago, y otras, a los trabajadores, como en Monfragüe, en España, o en las obras del dique de Mattmark, en Suiza. Éste quedó violentamente cubierto por cincuenta metros de hielo tras la rotura de un glaciar. Días antes los obreros se dieron cuenta de que los bloques que caían de lo alto causarían una des­gracia. Había prisa por terminar y fueron presionados para continuar a destajo. Presiones recibieron a su vez, —bien entrado este siglo XXI, ayer mismo—, los inspectores de la empresa alemana que renovó el visto bueno a la presa de Brumadinho, en Brasil, para que ignoraran el peligro inminente que suponía la precariedad de su estado. Probablemente, en este contexto, más que presiones, serían sobornos; y en el anterior, amenazas. Como consecuencia, varios cientos de personas perdieron la vida un mes después.
No es tampoco desdeñable el impacto de los pantanos en la naturaleza. Un extenso documental del año 2014 trata sobre la fiebre de los embalses en Estados Unidos: DamNation (Maldición). Título que abarca, en un juego de palabras, dam, —dique en inglés—, y nation, nación. En él podemos ver, entre otros, la multitud de salmones que, año tras año, encuentran cortado su camino amoroso, cuando remontan la corriente desde el mar. Luchan entonces desesperadamente para cruzar la barrera y reproducirse. Sus saltos alcanzan, en vano, hasta 60 metros de altura. Muchos de estos embalses gigantescos han devenido obsoletos, por lo demás. Deberían desmontarse para liberar a los ríos y fuentes apresados tras sus muros, lo que es el objetivo de este excelente documental. (6)

IV

Pero hay más. Los pantanos, aparte de llevarse por delante una forma de subsistencia humana en un determinado medio y dañar a la naturaleza, que no es poco, anegan los campos santos de los ante­pa­sados. Sin duda, con la extinción del mundo rural, esto suena a interpretación trasnochada y des­con­textualizada, a retal antropológico. Para muchos, ya no es fácil representarse la adhesión y la voluntad de honrar a los muertos que ha existido durante tantos miles de años. Muchas veces, los túmulos y otros monumentos megalíticos que servían de sepultura, se encuentran en zonas que todavía son limítrofes actualmente. La inhumación de los muertos, su presencia ahí mismo, a modo de hito, mostraba y demostraba a los vecinos que el territorio estaba establecido y legitimado desde antiguo. Un hecho irrebatible, o al menos, que no se podía poner en cuestión a la ligera.
En la novela Imán de R.J. Sender, Viance, el protagonista, —de sobrenombre Imán por su capacidad para atraer, como un imán, a la mala suerte—, es exprimido, maltratado, y machacado por el Ejército español en la guerra de Marruecos. Destrozado y envejecido prematuramente, tras largas penurias, sin nada ni nadie en el mundo, Viance logra al fin un atardecer regresar a pie a su pueblo. Viance corre, salva en dos saltos el último trecho y se asoma, por fin, al valle con impaciencia. Abajo hay una laguna, quieta, sucia, que espejea bajo la última luz. ¿Y el pueblo? Efectivamente, el pueblo es lugar que ya no está. Ha sido expropiado, absorbido por un embalse del plan de riegos. Su casa, el suelo que pisaron sus padres, todo es ahora limo, barro, algas. El pueblo, Urbiés, muerto bajo el pantano; las sepulturas de sus padres, sepultadas a su vez bajo el agua sucia: todo borrado, todo desvanecido en el aire para siempre. Sender señala así la trascendencia de los enterramientos que el pantano ha profanado, la importancia del silen­ciamiento violento de generaciones anteriores. Ellas hubieran sido un fundamento para lo que le queda de vida al desgraciado protagonista: Ahora cree pisar sobre la niebla, sobre el aire. Su vida comienza en el infinito, sin base, sin dónde poner los pies para coger impulso. En realidad, no le queda ni dónde caerse muerto. (7)
No hay continuidad. Mejor, ni siquiera hay impresión de continuidad, pues la primera sería, hasta cierto punto, una quimera. El agua fría e inhóspita echa a perder una esperanza inocente o incauta, que no es tampoco superstición, aun cuando se trate de un sueño, en el mejor sentido del término. La espantosa certidumbre, reflejada en los muertos sumergidos, de irse uno mismo a su vez sin dejar huella alguna, de quedar totalmente tachado del mundo después de tanto esfuerzo, es asomarse a un abismo, sufrir angustia, vértigo. Al fin y al cabo, es esa misma necesidad humana de permanencia y continuidad la que, según Hannah Arendt, sólo un espacio politico, libre y duradero puede proteger, un ámbito justo y participativo, no religioso, capaz de fomentar las grandes acciones humanas conservando su memoria. (8)

V

Muchas costumbres, ritos y fiestas a los que la gente se apega, tienen que ver con el culto a los muertos. Mas se muestran bajo apariencia diferente, y no se reconocen inmediatamente. Pongamos por caso el pueblo occitano de Mostiers. Primera capa anecdótica: es un sitio «pintoresco» que ha sido clasificado entre Les Plus Beaux Villages de France, los pueblos más bellos del país. Los turistas suben y bajan por él, alcanzando la ermita en lo alto. El guía les dice que en ella han ocurrido milagros. Segunda capa: los autóctonos suben y bajan regularmente en procesión, a causa de su devoción por la virgen. Tercera capa: el espectacular enclave de la ermita está rodeado de cuevas casi venidas abajo en las que nadie se fija. Están rotas en gran medida. Miles de años de roca calcárea erosionada. O están cubiertas de zarzas y suciedad que impiden la entrada. Ninguna «instancia superior» las pone en valor, las reconoce, las investiga. Por tanto, son invisibles. Lo marginal e ignorado resulta ser aquí lo más significativo. Siguiente capa: quién sabe si la gente del pueblo tiene ya la fe católica de la que habla el guía. Pero no deja de subir de paseo, con constancia. Lo hace porque es un sitio de vistas extra­ordinarias. Última capa: definitivamente suben, porque es arriba donde está el origen del pueblo. Allí vivieron sus antepasados, y allí estan enterrados sus muertos. De hecho, tal sería el arraigo y la testarudez de la reiterada ascensión pagana, que la ermita fue construida en ese mismo punto, aunque el pueblo se hubiera trasladado hacia abajo, precisamente a un sitio más conveniente para quienes habían dejado las grutas de la altura.
En Occidente se ha convivido durante miles de años codo con codo, en el mismo espacio, con los muertos. Eran enterrados muy cerca de la casa, hasta que la Iglesia dictaminó otra cosa. Un ejemplo de ello es el pequeño pueblo alpino de Vrin (Suiza oriental), con todos esos huesos y calaveras dispuestos en la cornisa exterior de su iglesia blanca y, al mismo tiempo, nada sombría. El vínculo de Vrin con sus difuntos siempre ha sido muy estrecho. Tal vez necesitaban especialmente su compañía, porque eran pocos y quedaban muchos días del año aislados por la nieve. En 2003 se llevó a cabo un proyecto peculiar que, —aparte de dar fama al arquitecto Gion Caminada, nacido allí—, dio un nuevo impulso al pueblo que se estaba vaciando a causa de la emigración. Los habitantes de Vrin pidieron a Caminada que, en una época como la nuestra en que se reprime y arrincona a la muerte, proyectara un edificio dedicado al duelo y fuera capaz de asumir las transformaciones sociales. La respuesta arquitectónica y vanguardista de Gion Caminada fue la llamada Stiva da Morts, (Sala de los muertos, en lengua retorrománica o romanche grisón). Un espacio adecuado a la relación del pueblo con la muerte. A la vez, una iniciativa que abrió paso a inesperadas perspectivas en el empleo de recursos locales, incluyendo mano de obra, recuperación de técnicas constructivas tradicionales y empleo exclusivo de materiales presentes en la zona. Ningún diseño folclórico al uso, aunque sí integración en el entorno. Fue como si vivos y muertos se hubieran puesto de acuerdo para que Vrin no fuera abandonado a su suerte. (9)

VI

Hoy en el medio urbano se da sepultura de una manera que es alienante para muertos y vivos. Puede ser bajo el estruendo de los aviones de un aeropuerto cercano, junto al trasiego de una autopista, o al lado de los motores pestilentes de una telesilla. En ocasiones, el tratamiento de los restos mortales toma formas bizarras, tétricas o asfixiantes, al estilo de Evelyn Waugh en la novela The Loved one. (10) Con frecuencia, lo que hay es un vaivén entre el kitsch y un raciocinio positivista despiadado. En este mismo sentido, se ha dado inicio a la discusión sobre la obligatoriedad de donar órganos tras la muerte. Lo que tampoco es de extrañar viendo hasta qué punto el imperio de la medicina oficial dirige y acorrala a los vivos, tomando decisiones sobre su salud sin contar con ellos. Y, no teniendo reparos en despojar a los vivos de sus casas, menos importa anegar o dar al traste con sus cementerios.
Hay quien aceptaría que los muertos fueran aprovechables y produjeran algún tipo de ganancia, como lo pretendieron los nazis, o lo previó Aldous Huxley en Brave New World, donde las lucecitas de colores de los crematorios brillan en las noches de un mundo feliz. Siguiendo su rumbo Sudeste a través de la oscura llanura, sus miradas fueron atraídas por los majestuosos edificios del Crematorio de Slough… Recuperación del fósforo, —explicó Henry telegráficamente. Actualmente se recupera más del noventa y ocho por ciento del mismo. Más de kilo y medio por cada cadáver de adulto. En total, casi cuatrocientas toneladas de fósforo anuales, sólo en Inglaterra… Es estupendo pensar que podermos seguir socialmente útiles aún después de muertos. (11)
No, no se trata de que los muertos manden. Se trata de que la integridad de sus cuerpos, entendida de abajo hacia arriba y no desde un poder establecido usurpador, sea res­petada por los vivos. Al capitalismo y su mercadeo le interesan la cremación. Trans­mite mejor su principio de desechabilidad industrial, sin olvidar que el metro cuadrado cerca de los núcleos de población tiene un coste. Vivos o muertos, los unos como los otros, todos de usar y tirar explotados, expropiados. En sus comienzos, la incineración no gustó demasiado a la Iglesia Católica. Tiene al fuego por elemento pagano, y su infierno arde. Antaño había aplicado a fondo la vertiente agresiva del fuego para quemar herejes. ¿Y ahora también quemar católicos? No obstante, acabó transigiendo. Comparando con asumir que la Tierra no está en el centro del universo, cosa que finalmente no le había quedado otro remedio que hacer, dar su permiso para la cremación sería peccata minuta en esta fase de la Historia.
Así pues, el paso de la inhumación a la incineración, —o el regreso a ésta, si tenemos en cuenta que existió en los tiempos lejanos de los cromlechs pirenaicos—, es relativamente reciente. En Euskal Herria coincide con los inicios de la década de los setenta del siglo XX. A menudo fueron los luchadores antifascistas e independentistas quienes la eligieron. No por desarraigo, sino entre otros motivos, por oposición a la Iglesia Católica, y como expresión de ruptura con las tradiciones de ésta, incluso en un ámbito tan íntimo y difícil. ¿O por influencia de la dureza de las circuns­tancias? Eran tiempos de transición brutal. Puesto que la casa, el país, estaba en manos de extraños, morir y ser después lanzado por manos amigas al mar o a las montañas en forma de ceniza venía a ser como conseguir la libertad. Es lo que da pie al título del documental Itsasoaren alaba (La hija del mar) del realizador Josu Martinez. La hija protagonista busca con la mirada puesta en el océano a su padre, víctima del GAL, convencida de que él está literalmente dentro, igual que otros niños lo buscan en el cielo. (12)
En fin, a pesar de los cambios, en la actualidad subsiste la preocupación por ­que el cuerpo siga presente de algún modo, aun cuando sea pulverizado o convertido en ceniza. A este asunto se refiere con ironía el escritor y cineasta Oleg Senzow, hoy injustamente encarcelado en Siberia por su rechazo de la ingerencia rusa en Ucrania.
Quiero ser incinerado y que mis cenizas se esparzan en el mar… Por cierto, la urna debe ser tirada igualmente al mar, por favor; si no, se convertiría a su vez en un fetiche. —»¿Qué es lo que hay en ese bote?», preguntarían un año después al entrar los nuevos invitados. —»Ahí está el abuelo», responderían los descendientes de pie, con aire ceremonioso. Okey, pues para eso también podéis colgar por toda la casa mis calcetines o calzoncillos… Sí, verdaderamente, la urna debe acabar en el mar para que no quede ningún rastro. Para no quede nada de nada. Sólo los recuerdos. Y las cosas que uno ha hecho. Y la alegría… (13)

VII

Cuando mi abuelo se ahogó desapareciendo en el mar, mi madre tendría sus razones. Tanto de corazón que diría Pascal en sus Pensamientos, —El corazón tiene razones que la razón no conoce—, como de libre imaginación. (14) Asimismo, ella querría velar a mi abuelo haciendo las cosas como es debido. Yo por mi parte, con mi modo de ver las cosas, estaba, sin saberlo, anticipando por dónde iba la evolución general. En cambio, al poco tiempo descubrí ser más impresionable al respecto de lo que yo creía. Leí por azar un libro que explicaba cómo, en la milenaria ciudad iraní de Yazd, los seguidores de Zoroastro exponían primero a sus muertos a los buitres, para llevarlos después al osario. El impacto de la escena descrita, con las aves devorando a los muertos en lo alto de las Torres del Silencio tras las ceremonias fúnebres, no fue fácil de asimilar para mi mente infantil. Ha quedado en mi memoria, asociada al destino bajo el agua de mi abuelo. (15)
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(1) Matsubara, Hisako: Samurai (1978). Editorial Tusquets. Barcelona. 1987. Pág. 9 ss.
(2) Freud, Sigmund: El malestar en la Cultura (1930). Alianza Editorial. Madrid. 1980. Pág.8 ss.
(3) Calvino, Italo: Six Memos for the Next Millennium (1985). (En italiano: Lezioni americane: Sei proposte per il prossimo millennio). Seis propuestas para el próximo milenio Ediciones Siruela. Madrid, 1989. Pág. 45 ss.
(4) Debussy, Claude: La mer, trois esquisses symphoniques pour orchestre (1905). Cartas a André Messager. Citado en Vallas, Leon: Claude Debussy et son temps (Debussy y su tiempo) (1933). Editorial Albin Michel. París, 1958.
(5) Galeano, Eduardo: El libro de los abrazos. Siglo XXI de España Editores. Madrid, 1989. Pág. 3.
(6) DamNation (2014). Documental dirigido por Ben Knight and Travis Rummel, producido por Matt Stoecker.
(7) Sender, Ramón J.: Imán (1930). Ediciones Destino. Barcelona, 1976. Pág. 300.
(8) Arendt, Hannah: The Human Condition (1958). University of Chicago Press. La condición humana. Paidós Ibérica. Bartzelona, 2003.
(9) Stiva da Morts: Proyecto de 1996, realizado en 2002. Véase también Caminada, Gion: Stiva da Morts. Vom Nutzen der Architektur. Editorial gta. Zürich, 2005.
(10) Waugh, Evelyn: The Loved One (1948). Los seres queridos. Argos Vergara Argitaletxea. Bartzelona, 1983.
(11) Huxley, Aldous: Un mundo feliz (1932). Plaza & Janés Editores. Barcelona, 1969. Pág. 71.
(12) Itsasoaren alaba (La hija del mar) (2009) Documental dirigido por Josu Martinez.
(13) Senzow, Oleg: Leben (Vida) (2015). Voland & Quist Editorial. Berlín, 2019. Pág.72.
(14) Pascal, Blaise: Pensées (1670). Pensamientos. Alianza Editorial. Madrid, 1981. Le coeur a ses raisons que la raison ne connaît point. Nro 423 según Lafuma.
(15) D’Harcourt, François: Asia. Despertar de un mundo (1962). Ediciones Cid. Madrid, 1963. Pág. 77 ss.