me lo voy a poner de sombrero

diario de fiesta: luz ritual de san juan al control policial

Marc Vives

Son las ocho y se escuchan aplausos que vienen de diversos balcones de la calle. Me he hecho un salvoconducto para poder trabajar en la oficina y no quedarme en el cuarto de la ropa toda la jornada, de manera que ya hace unos días que no estoy el primero en el balcón preparándome para aplaudir. No pretendo engañar a nadie. Era sólo un hablar. El primero, no fui nunca.

Sorprendentemente, de todes mis vecines del patio de manzana, el que se lo tomaba más en serio era el tipo gay de la terraza del edificio de enfrente. Es cierto que la visibilidad entre ambas terrazas es la óptima pero también es el único con el que me he saludado e intercambiado unas palabras antes del encierro.  Supongo que hay algo de pellejo, de conexión taciturna que nos hace más parecidos que al resto de habitantes del patio entre bloques. De hecho, siento gran hermandad cuando le veo haciendo matinales en su terraza con algunos amigos jóvenes. A veces porque me he acostado yo pronto y escuchaba su música, pero muchas otras porque andaba yo buscando también el crepúsculo. Irse a dormir es acabar la noche, no importa la latitud ni la posición del sol. No se mide en horas, las manillas vuelven a pasar por los mismos lugares. Pues acabar la noche desprecia la fractalidad del momento. Porque cada noche son muchas, dice el cristal.

 

Pues esta persona a las que pocas habrían sonreído en un ascensor antes, era el alma de un ritual en el que solo había dos bandos: les que estaban aplaudiendo y les que no. Era obligatorio, estábamos siendo vigilades. Y Juan, invento su nombre pues no lo recuerdo, añadía elementos personales a ese ritual multitudinario que la vecindad abrazó con ahínco. Juan colocaba una PA sobre una silla en el balcón y nos lanzaba a todo volumen temas ochenteros bastante conocidos, aunque alguna vez se descolgó con alguna banda alemana con solista femenina. Eso duraba incluso más que el aplauso, tres incluso cuatro temas. Aunque la gente salía animada a bailar o moverse un poco, él me decía “no pongo más que quizás alguna se me enfada”.

 

La cosa va de banderas en los balcones amarilla rasgada en rayas rojas, roja-amarilla-roja, roja-amarilla-morada, amarilla-azul-roja, o la bandera tornasolada, pero no tanta gente sacaba su cuerpo a ondear. Juan lo hacía. De aspecto severo con cabeza afeitada, a menudo con torso desnudo bien tatuado y cuando era cubierto, alternaba ropa técnica deportiva y el cuero en estricto negro como uniforme principal. Sin duda era el gurú de la ceremonia y pienso que estaba siendo considerado en un grado de aceptación mayor a lo que habría sido habitual. Pues desconfío mucho de la apertura de mente de todes en general y en particular de les que estábamos ahí, que le hacíamos ovaciones y pedíamos otros temas. Cuestiono a menudo mi entereza moral, los racismitos -que decía un amigo- y las cobardías ante hechos injustos. De repente en ese periodo parecían haber desaparecido pues podíamos ser carne enferma en cualquier momento. Para rematar, la pirotecnia, Juan lanzaba tres o cuatro cohetes que daban el estruendo final al evento. Tres o cuatro decía “no vaya a ser que alguien se enfade”. Yo, mohíno, salía con la música y aprovechaba el momento para poner unos vinos y algo de aperitivo con mi pareja. A menudo era la señal para abandonar otras obligaciones. A veces se abría una breve conversación entre balcones, banal, hueca, suficiente para escalonar el código rito. La palabra para separar los cuerpos era subrayada con la imposibilidad de que los cuerpos se juntaran. La distancia borraba el lache. Dos adolescentes hijas de colombianas ondeaban con coreografías que traían muy ensayadas. La seguridad de la lejanía, provocó que una mujer de avanzada edad se echara el pullover hacia arriba, como hacen les deportistes cuando celebran una victoria, y nos mostrara sus pechos. Ondeaban sus tetas. Gestos frenéticos, muecas exacerbadas, golpes de codos y ausencia de decoro.

 

Hubo otro día, otro ritual, un cumpleaños. No hubo velas ni canción, apelamos con otros elementos a la fiesta ancestral. Quedamos en la montaña de Barcelona, que en realidad es un jardín con repechos. Como la fiesta que en realidad es un entretenimiento pautado. Un plano de cemento flanqueado por un pinar y un campo de fútbol. La metrópolis ha despojado a varias generaciones de su apropiación de la calle y de celebrar rituales propios alrededor de un fuego. Sin fiesta no hay nosotres. Y ahí estábamos aún no burlando el control social. Descubriendo ese lugar que había quedado sin otras personas que aquellas que nos habíamos convocado allí. Inventando la jerarquía de las acciones que iban a suceder, que pocas veces antes habíamos podido decidir. Fueron apareciendo con cada una los diferentes elementos más comunes, la bebida, la comida, la música, y una energía contenida. Los narcóticos. Yo aparecí con una botella de verde amargo, hielo y dulce oscuro. Los brebajes no llevan marca. En varias copas, el baile se hacía en círculos. Llamamos al fuego aunque controlado y para cocinar cualquier cosa. Nos movíamos con toda la torpeza del deseo, los flujos se cortaban con tropiezos. Se había fijado un inicio pero no un final. No existía plan de escapada. Nadie estaba cavando un túnel que nos devolviera a nuestras casas. Llegó la hora ilegal. La culpa y el miedo junto con una experiencia que no se había emancipado. Desde la montaña se podía ver el movimiento de recogida en las calles. Y en la altura de las semanas anteriores, de paredes y amenazas normativas, éramos incapaces de respirar.

 

¿Qué pasa si te falta el aliento?  Presión el pecho, el aire no está fuera, la tráquea se exprime pidiéndole a la garganta hacer su trabajo. El aire no está fuera. Presión de pecho hacia la cabeza. Algo hidráulico como si el agua del cuerpo se concentrara para salir por algún lugar. No por la boca, la garganta dice que no, que ni palante ni patras. Los oídos se copan se quedan sostenidos en un sonido, en pedal. Las fosas nasales lo intentan, se abren, hacen cuenca de los ojos. Estos se ciegan se hunden bajo cualquier superficie con agua, en ese momento la vida se sumerge. Y la boca se llena de lo que emerge de los ojos y solo entonces se puede dar un trago y abrir de nuevo la garganta y duele y quiere decir cosas que no son palabras y vuelven los ojos a verse bajo la línea de flotación. ¿Qué pasa si te falta el aliento? Pues te hundes y te duele y todo aprieta para salir y nada entra.

 

Toque de queta. Luna en piscis. Y entonces llega la fiesta, la ancestral, la de los seres que podían caminar a dos y cuatro patas, que tenían cola. Llega el momento mitológico y se destruyen los sistemas, las estructuras y las instituciones. Los cuerpos se vuelven uno pues las palabras no los separan. Comen del mismo fruto. Y surge el grito, se mandibula la voz, se descarga el ánimo y se puede por fin coger el aire. El agua que ahogaba es un charco y los pies repican sobre él. El baile en corro se vuelve frenético se aviva el fuego. Lenguas fuera y gritos que rompen los músculos de la tierra. Bocas abiertas y lenguas fuera para recibir avituallamiento reparador. No son besos, una madre nos da de comer y beber. Somos antorchas, muta el círculo en formas más complejas. El fuego de dentro sale y se junta y comparte con el fuego de las demás. La fisicidad de desaparecer en lo común, de la reverberación emergen espacios de intersección. La ropa arde y la desnudez de la conciencia se descubre. No intento modificar aquello que tengo alrededor, no lo comparo, no lo analizo en presente, se me escapa del entendimiento.

 

Y entonces miramos a nuestro alrededor y existen otros círculos en esa plaza improvisada. Hay un grupo de adolescentes con un fuego distinto, de otro color y con bailes que aplican otras geometrías. Ritmos de procedencias variadas. Tecno-bachatas, reguetones, músicas de ayer y mañana, no se compone el presente sólo se baila. Ropajes aparecidos antes de su nacimiento: chaquetas espiritistas sintéticas, sudaderas del barça en turquesa Medellín, camisas de cuadros de zona alta y americanas del revés con forros repletos de política. Anudadas todas, nunca puestas, a diferentes alturas del cuerpo.

 

Hay un cardumen de señoras de avanzada edad, de viejas, que se levantan las ropas y enseñan los pechos. No se mueven en orden pero se mueven a la vez y lanzan las ropas al suelo. Los pechos tampoco se mueven en un compás determinado. Un lecho de ropa blando pisado por pies descalzos de juicio, como si estuviera cubierto por cojines. La metáfora se vuelve material y una primera persona utiliza uno de los cojines de sombrero. Otras la siguen y vacían el relleno.

 

Nosotras mirando de reojo, en la emoción del disfraz, en la envidia de la desnudez, en el candor de los cambios de rol. Descubrimos unos artefactos que nos convertía en alades. Pesados de chapa oxidada pero que encajaban bajo las axilas. Volamos cerca de las chaquetas, volamos cerca de las tetas, las mayores empujan, las jóvenes nos sostienen, centrifugamos la voluntad de poder convivir con cosas incomprensibles. 

 

Y se abre el cemento del suelo y brota un sauce llorón. Las ramas flácidas tocan el suelo y nos montamos en él, les adolescentes, les mayores, les aladas, les conservadores y les que una madre parió. Subidas todas en una de esas atracciones de antaño que poblaban la montaña. Una manta que cubre los cuerpos y muestra las caras. Unos cuerpos masajeados entre sí que giran colgados de las ramas y que por unos segundos ven la ciudad a sus pies. Luz ritual de San Juan al control policial.