hire maitale traketsa

hire maitale traketsa (tu torpe amante)

pablo marte

Todos los animales tienen sus mañanas, sus hambrientos despertares. Yo te tengo a ti,
escribía por aquel entonces.
Mañana abierta de domingo.
Que no acaba. Esas mañanas que no acaban nunca. Y llega la tarde, y la tarde son los brazos y las manos de esas mañanas. Al igual que un gesto acompaña y prolonga una palabra, así se derraman algunas mañanas por las tardes de domingo. En largos desayunos que se convierten en comidas. En conversaciones que no acaban. Que no quieren acabarse, que no se dedican a acabar, como sí procuran, aunque lo intenten disimular, las intermitentes y mediocres conversaciones en eventos.

Hola… ya… Sí… tú…Voy a… claro…
Conversar así me llevaba a la carrera. Y me fatiga, sí. Me descorazona.
Decía,
detesto a las personas que se pasan la vida queriendo acabar. De acabar aquí se van prestos a acabar allí.
Y fin.
¿Por qué diablos hay que acabar? Ya nos moriremos cuando toque, ¿no te parece?
Y, ¿sabes? Sobre todo tenía muy presente una idea de infinito, la de que
Tú y yo no acabaremos nunca.
Cuántas veces me lo dije… ¡Tantas! Recuerdo que llegué a escribir una perorata, y la leía en voz alta. Una y otra vez.
Decía,
Algún día se acabará el mundo. Y el capitalismo. Se hará cósmico. Y se acabará. También. Algún día. En algún otro planeta. (Se conoce que el capitalismo acabará en otro planeta…)
En cambio, tú y yo no acabaremos nunca.
Ni un pájaro volando contra un huracán es tan verdad como esto que digo. Tú y yo no acabaremos nunca.
Mira, pongamos que lanzamos una moneda al aire, una de dos euros. Es más fácil que, en lo que tarda en caer al suelo, se devalúe una moneda de dos euros, a que acabemos tú y yo.
El otro día acabaron los billetes de 500. Los ricos inversores los lloraban. Largamente. Les parecía imposible. Se llevaban las manos a la cabeza, con sus kleenex o sus mocadors. Para ellos había sido algo del todo inesperado. Y a la inversión le espanta lo inesperado.
Pero ya ves. Acabaron.
Es más fácil que acabe el dinero a que acabemos tú y yo.
Porque tú y yo no acabaremos nunca.
Mira, es sabido que el día del Juicio Final se borrarán de una todos los discos duros, todas las memorias portátiles,
todas las historias digitales, y no habremos acabado tú y yo.
Dejarán de cimbrear los GIFs de gatos, y no habremos acabado tú y yo.
Acabará el Juicio Final, y ahí seguiremos.
Porque no acabaremos nunca. Tú y yo no acabaremos nunca.
Echamos a correr hacia el final de los tiempos y verás que acaban los tiempos. Pero tú y yo no. Porque tú y yo no acabaremos nunca.
Eso leía, en voz alta, alegremente. Y sentía el aire frío en las orejas de la verdad. Y las manos calientes de otra cosa.
¿Te acuerdas de aquel mediodía de domingo en que te dije, metámonos debajo de la cama? En el hueco entre suelo y cama. ¿Te acuerdas? ¿Cuánto tiempo estuvimos allí debajo?
Hasta que se nos enfrió la espalda.
Desde ese rincón al ras, muy lentamente, vimos caer la tarde. Como si los párpados se nos cerraran. Pero muy muy lentamente. Y para cuando llegó la noche éramos felices.
Pero antes, en el durante, se nos desveló la anagnórisis.
Me hablaste de la noche americana. No del film de Truffaut. No de la técnica cinematográfica. Me hablaste de una idea a la que llamaste noche americana.
Tenía que ver con los días que son noches y las noches que son días. Y con flores minúsculas, brillantes, lisérgicas.
Y con movimientos espectrales en la oscuridad. Y con ansiedades estereoscópicas y otras desazones del alma distante.
Tenía que ver con todo eso, y con algo que oscila o tiembla, como un péndulo. Hipnótico.
Tenía que ver con algo que hay desdoblado en esas noches sin noche y en esos días sin día. Pues son densos. Y enfermizos. Como un mal aire. Y agotadores. Como el olvido que se anuncia y no llega.
Y aplastan. Y aquietan. Y asolan. Y entonces uno se desdobla, me dijiste.
Se rompe? te pregunté. Y no respondiste.
Tenía que ver, me dijiste más tarde, con el absurdo.
Muchos cuerpos hay en uno, comenzaste. Hablaré tan solo de dos.
El cuerpo que está.
El cuerpo que puede.
Llegado un momento, se rompen. Lo que está y lo que puede. Se desgarran. Se separan. Se alejan. Como puerto y barco. Hasta la distancia que llaman horizonte. Hasta el extrañamiento. Así es. Créeme.
Es una desencarnación.
Te dije entonces que eso pasaba también en la historia de…
Y no me escuchaste.
La primera consecuencia de la desencarnación, o la más destacable, dijiste, es la incongruencia.
A un lado y al otro de ese cuerpo mismo, de esos dos mismos cuerpos, se vuelve evidente que lo mismo no hace lo mismo que lo mismo. Y una vez en la incongruencia, se licencia todo esfuerzo veraz. Y ambos cuerpos, desencarnados e incongruentes, no tardan en contradecirse.
Algo liberador, sin duda. Ningún problema.
Pero se contrarían y compiten. Y gana el cuerpo que está. Gana siempre el cuerpo que está. Pues los tiempos le sonríen. Le sonríen las formas de estos tiempos que adoran la presencia pero son incapaces de asumirla.
La vanidad del cuerpo que está solo es superada por su literalidad, pues a nadie esconde que en realidad no hay compromiso alguno con la presencia. Por eso gana la parte que está. Gana con esa forma de horadar que tiene la carcoma. Gana sin estar, algo curioso, créeme, me decías. Jamás estando. Así es como gana.
Y pierde el cuerpo que puede. Pierde jamás pudiendo.
Pero en el entretanto. Entre el esto y lo otro no cesan de mudar las ocasiones, lo cual es también una inteligencia.
Y el cuerpo que puede no pierde la suya. Y se vuelve cada vez más…
Pequeño? te pregunté,
y dijiste,
Absurdo.
Eso me dijiste, debajo de la cama.
Se vuelve absurdo.
Y pensé en un animal grande que se desploma súbitamente. Un caballo. Un elefante. El mundo.
Y seguiste,
El cuerpo jamás pudiendo se planta. Se lanza al suelo, y ahí queda, busca a esa altura la mirada insumisa de los bultos.
Como la lengüeta de un zapato. ¿Has visto alguna vez una lengüeta de zapato arrancada, tirada en el suelo? Es algo espeluznante,
y hermoso, créeme.
Me hablaste entonces de Mishima que decía que prefería las cosas a las ideas «porque las cosas nos devuelven la mirada». Ah, Romantiker, sonreíste, los bultos no.
La lengüeta no te devuelve la mirada.
Esos objetos de fondo demuestran su carácter con el gesto esquivo de la mirada parsimoniosa a ninguna parte, dijiste.
La belleza no está en que te devuelvan la mirada, sino en intuir su punto de fuga.
No hay mayor compromiso con la presencia que hacer volumen de esa indiferencia.
Una indiferencia «vegetal». Las cosas miran al aparte al que miran árboles y plantas. Fabulaste que todos esos bultos formarían en un futuro geológico un nuevo Amazonas.
Me dijiste que, por ejemplo, había sido una buena idea meterse en el hueco entre la cama y el suelo y ver caer la tarde. ¿Te acuerdas?
Es un buen observatorio, me dijiste.
En el rostro de las cosas que nos rodean siento una insolencia pasmosa. Parecen postrarse al tiempo como tejidos plegados, o estratos, pero es sobre todo su intimidad para con el plano de la existencia lo que me maravilla, como formas del amor alejadas de los infortunios de las historias y de las extorsiones del pasado.
Una calma de la que habría que aprender.
Me dijiste que los bultos conservaban la alegría mineral.
Me dijiste que a veces te gustaría ampliarlos, verlos en una pequeña desmesura, si era posible, como a través de un microscopio, un juego. O aquellos comportamientos indebidos, me dijiste, imaginabas las pequeñas cosas en un expositor y se desvanecían o se aplanaban o alteraban su composición química. Y al cabo aparecía tan solo el expositor como un barco varado sin puerto ni mar. Se fugaron las cosas. Como esas pequeñas travesuras del lenguaje inventado, donde se estiran las palabras y se dislocan sus intenciones y aparece una economía, incluso, de la confusión.
Me dijiste que cada época ve las verdades en un lugar. Y que te parecía que esta las veía en las cosas rotas y arregladas y vueltas a romper, en vestirse y desvestirse, en las segundas y en las terceras veces, en los cuellos y en las nucas y en las coronillas y en las espaldas, donde no hay ojos, en las inscripciones en piedra o en madera, en el color sádico, en las imágenes y en los relatos deslavazados, en la superposición de capas, en la cima de los montes y en los acantilados, y lejos de las ciudades, y lejos de la retórica, y lejos de las despedidas, en los envoltorios, en el ano.
Y que se quería revertir el tiempo, como había ocurrido en otras épocas, quizás siempre, pero que ahora se deseaba revertir el tiempo arruinado, huérfano de ruinas, pues todas las ruinas habían sido restauradas. O reproducidas. Se añoraba el deterioro.
Un poco después una tristeza de tarde y de belleza se te impuso y te apretaste a mí. Y ahí quedamos, abrazados como bultos debajo de la cama. Te volviste entonces hacia la luz de tarde que entraba desde el balcón. Y contemplé tu espalda, contorneada por el domingo solar, tan roja y tan cálida que me sorprendió y me libró por un momento del ensimismamiento algo melancólico al que me habían conducido tus palabras. Y pensé.
Tú y yo no acabaremos nunca.
No te lo dije porque
«Sentimientos tan tiernos pierden categoría contándolos minuciosamente». (Henri Beyle)
Solo lo pensé, con determinación.
Tú y yo no acabaremos nunca.
Eso escribía por aquel entonces etcétera.
Tu amante torpe etcétera etcétera.

harriak: exposición «hire maitale traketsa»