7 de agosto
plaza
He llegado un cuarto de hora antes de que fuesen las once. No es conveniente llegar muy apurada en estos casos. Sería duro llegar un poco tarde y que alguno de los ancianos y ancianas que se sientan en el banco que está enfrente de la fuente dijese: “!Ha pasado hace cinco minutos! !Se ha cumplido la profecía, la revelación, lo que sea, sin ti! Sí, sí, acaba de pasar, la estrella fugaz, el meteorito. Afortunadamente, todos y todas que hemos estado aquí hemos escuchado cuál es el sentido de la vida. Es una pena que tú no lo hayas escuchado, siendo tan joven, y nosotros, en cambio, tan mayores. A ti te hubiese servido más lo que nosotros y nosotras sabemos ahora, pero, bueno. ¿Qué le vamos a hacer, pues?”. Pero en el banco de enfrente no se ha sentado nadie, menos mal. La plaza sigue desierta, se oye desde lejos el silencio de un fin de semana de agosto. Los niños y niñas se han llevado el fragor de sus juegos a otra parte; a medida que nuestro pueblo se enmudecía, los pueblos más templados de la costa se llenarían de ruidos y gritos. Me he sentado en el asiento que hay debajo de dos robles para esperar las campanas de las once. Las bellotas recién caídas cubren la tierra y ahora solo se escuchan los pájaros. Dos pájaros, a turnos. El panadero ha entrado hasta la plaza con la furgoneta. Antiguamente esta plaza tan amplia y vacía se convertía en aparcamiento de coches, y en una de las principales entradas a la villa que existía aquí en algún tiempo aún más antiguo, Goiko Portala, pues en la Edad Media Markina estaba sitiada, a pesar de que ya no esté, al menos no con piedras, sí, tal vez, con estacas y cancillas invisibles, como en todos los pueblos. Siempre tienen un precio entrar en la villa.
Faltan diez minutos para las once. El cielo plomizo no se quiere disipar.
En el edificio amarillo situado frente a la fuente, una mujer ha salido al balcón vestida con un pijama rojo. Está mirando hacia la carretera, encadenada en la abstracción del recién despertado. En todos los balcones y ventanas del edificio amarillo han plantado las mismas flores rosas fucsia, piso por piso, pero no en el de esa mujer. Ella ha elegido flores rojas, que van a juego con su pijama. He imaginado la reunión mensual de ese vecindario, en el portal y en zapatillas de casa, votando a favor de las flores más bonitas para los balcones, discutiendo sobre los pétalos que más harán destacar su muro amarillo, todos y todas bastante conformes con la viveza del rosa fucsia, y de pronto, esta mujer se levanta en contra de toda la comunidad agitando al aire su planta roja. La quiero por eso, por defender que la belleza es más compleja y más grande que el orden o la simetría. O puede que lo hiciese solo para fastidiar a las personas que la rodean, pero la quiero por eso, quizá más. Las tiendas están abiertas el sábado por la mañana, aunque casi no anda nadie por este casco viejo que parece hecho de turrones blandos. El quiosco también está abierto, con letras casi fosilizadas que dicen “Prensa” pegadas en el cristal. Mirando al escaparate de allí se pueden medir las horas de sol de la plaza, porque a las revistas se les va el color en dos días ( o, si no, son revistas del 2003), cualquier papel se convierte ahí en azul y verde claro, como si hubiesen absorbido toda la tristeza del final de un verano hermoso.
Y aquí no viene nadie, ni profeta, ni asteroide, aunque solo faltan cinco minutos para la hora acordada.
De momento los robles me protegen de la bruma de la lluvia. El viento ha formado el torbellino de siempre en el lugar de siempre, en el centro de la plaza, y ha puesto las hojas en pasacalles, como si se hubieran juntado algunos fantasmas antiguos en el pasacalles del día del Carmen. Una señora saluda a otra mientras abre su paraguas, “acabo de entrar en la iglesia a encender una vela, y ya me voy”, no se les entiende mucho, ya que han levantado en torno a ambas un búnker de mascarillas, paraguas y carros de compra.
Los dos pájaros han comenzado a cantar más fuerte que antes, quejándose de la lluvia, como si no supiesen que tienen una grasa impermeable sobre las plumas.
Para cuando me he dado cuenta, un perro negro y solitario ha llegado a la altura de mis piernas. Me ha olido a medias y después ha orinado en el tronco del roble. Esa será la señal, tres minutos para las once, y este perro hacia mí, oscuro como la noche más larga, negro y frío como la última noche del mundo. Para cuando lo he querido tocar, se me ha escapado. Su dueño le ha silbado desde detrás del ayuntamiento y ha corrido a sus brazos. El dueño del perro ha saludado a otras dos personas. Estos también hablan sobre el tiempo, como los pájaros: “A mí me gusta este tiempo. Para pasear de noche y … / !Y para dormir bien! / Pero si calentase un poco más, lo agradecería”. Ha empezado a llover más y la gente ha acelerado el paso. Una bellota ha caído sobre mi asiento. Se oye el agua de la fuente romperse contra la piedra.
Creo que esta prohibido escribir en la plaza del pueblo, ni qué decir bajo la lluvia, seguramente lo prohibieron los fueros vizcaínos del siglo XV para proteger la dignidad de la gente buena.
Son casi las once, lo que antes era bruma ahora es lluvia. Me he levantado del banco, como si yo lo hubiese decidido y no porque estoy empapada, para resguardarme en el refugio demasiado estrecho frente a la iglesia. Hay tres esquelas en la pared y una familia mirándolas. “El abuelo de Ainhoa”, explica el hijo a su madre, con el dedo sobre el papel, y me he acordado de la abuela de una amiga, que cada año pasaba por la peluquería e inmediatamente iba a la tienda de fotos a sacarse fotos para la supuesta esquela. Murió muy guapa, pues tenía que morir el año que le hicieron la mejor foto.
Las once. Ahora sí. Estoy esperando.
- El sonido
- de la campana
- ha
- quebrado
- los altos
- de los tejados
- del pueblo
- junto con
- el graznido
- de un
- cuervo
Alguien ha tirado una botella al contenedor de vidrio.
Luego silencio.
He mirado a la familia que está leyendo las esquelas. “¿Sois vosotros la señal?”, quisiera preguntarles, pero no me atrevo. “Si no era el perro, ¿quién era?”, quisiera preguntarles, “¿quiénes son estas caras de las esquelas, por qué estamos mirándolas, si no vamos a ir a consolar a sus familiares?”. Aquí no hay nadie más que unos pocos ciudadanos y ciudadanas acariciando con sus cuerpos y paraguas las paredes de las casas, como si estuviésemos jugando a no pisar la tierra de turrón.
Espera. ¿Eso es un rayo de sol, procedente de entre las nubes, que cortado como una hoja de afeitar esa masa húmeda del cielo?
Tampoco.
iderraga / erdotza
He subido al pueblo, por barrios y aceras que no pisaba desde la infancia. La verdadera extensión del pueblo es de los niños y niñas, solo ellos y ellas saben dónde esconderse para jugar, dónde esconderse para beber, dónde esconderse para bajarse las bragas por primera vez. Los barrios y casas de los amigos y amigas de la infancia salen al camino como ladrones, castillos abandonados, con gruesa telarañas de recuerdos colgando, todas las meriendas comidas en las casas, mortadela, nocilla, paté, serían miles de bocadillos si se colocasen en fila, recuerdo sus alfombras, el olor de sus sábanas, los videojuegos de cada casa, pero ya no comemos comida de niños y niñas, ni pisamos los salones de los otros y otras, y ya han muerto algunos padres y madres que preparaban aquellas meriendas.
Un platanero, dos plataneros, tres plataneros.
En esta peluquería la puerta de hierro me pilló el pulgar y casi lo perdí. En la entrada tienen las mismas flores rosas fucsia de la casa amarilla. ¿Y si es esa la señal? Esas flores fucsia. He observado las ventanas de los últimos edificios del pueblo buscando flores. También están allí.
Y ahí también. Y en aquella ventana de allí.
Y en casa de un amigo de mayor.
[Jonoo, una pregunta extraña. ¿Sabes cuáles son las flores que están encima de la puerta de tu caserio? Las rosas fucsia / Petunias / Muchas gracias / ¿Las quieres comprar? / No, estoy escribiendo una especie de crónica mientras paseo / Muy bien].
cantera
Viene un camión cuesta abajo, con los rollos descargados en algún sitio. Si fuese un día entre semana, circularían muchos más camiones en estos caminos, de ida y vuelta a la cantera. Conservas Dentici. La marquinesa. Ah, no, marquesina. Ah, no, marquinesa. Aquí empieza nuestra montaña mordisqueada, que ha condicionado nuestro paisaje y nuestra meteorología, porque cuando de niña se escuchaba un BRRUUMM en todo el pueblo siempre preguntábamos “¿un trueno o la cantera?”. Esperábamos el rayo para elegir entre uno de los dos fenómenos.
El viento es frío. Los fresnos junto a la carretera del camino a Meabe tiemblan como solo saben hacerlo los fresnos.
Y por las
paredes
de piedra,
lágrimas.
No creo que la piedra sea algo seco y cerrado, como dijo Szymborska en uno de sus poemas [llamo a la puerta de una piedra: soy yo, déjame entrar, quiero echar un vistazo dentro de ti, quiero respirarte/Vete – dice la piedra – Estoy herméticamente cerrada. Aunque me partiese, sería un pedazo cerrado. Aunque me rompiera, sería polvo cerrado.] Esta piedra me parece llorica, vencida, abierta, como la boca de un muerto. Las excavadoras han agarrado al monte desde las entrañas para vaciarlo a paladas y esparcir los bloques de mármol por cualquier lugar; bloques que generalmente acaban en lugares relativamente normales (en las paredes de los parques, en los chalets), pero que en alguna ocasión han llegado a los pasillos del Palacio Real de El Cairo, al hall del Empire State Building, a la sede de la ONU, o al suelo en forma de tablero de ajedrez de las tiendas Prada, hecho que proporcionaría dinero a esta cantera y al diario El Correo tanta materia como para hacer una noticia. En algún momento quedará una concha de monte detrás de nuestro pueblo, y dentro tendremos el eco óptimo para un concierto durante unos 37 minutos antes de que la concha caiga definitivamente. Este paisaje se parece a una escena de Power Rangers, o de Star Wars, el reino de la piedra, en la que detrás de estas paredes, seguramente, viva un dragón. Los enormes cubos de los muelles también nacen aquí, y la hierba aún acierta a crecer en las irregulares superficies de la piedra, pero no sobre las líneas rectas.
Un mensaje con spray rojo en un cubo de piedra,
Más canteras
NO.
La piedra le contestaría,
Ya sé tanto como eso.
Las puertas de la cantera están cerradas, y las cámaras mirándome. Aquí nadie canta al mármol, o quizá sí, ¿dónde están los músicos invisibles con instrumentos de trueno? Aún siento el mármol emocionado, llorando y llorando.
uhagon
Quizá las piedras lloran porque no pueden descomponerse. Porque no pueden liberar la vida y precipitarse tranquilamente a la velocidad imparable de las materias orgánicas. Las piedras están a merced de la erosión, del viento, del agua, de los hilos diamantados de la cantera, mientras frentes a ellas, de la mañana a la noche, se deshacen insolentemente los pájaros muertos, las serpientes aplastadas por los coches y las manzanas caídas de los árboles. «La descomposición es parte de un ciclo, ¿no?», me dice Mikele. «De ahí surge algo otra vez. No me convence el mostrar nuestra parte floreciente». Una imagen que ha caído al suelo vuelve a aferrarse a la pared de la sala de exposiciones de Uhagon. Con él se ha cumplido parte de la profecía. Mikele Sotil Etxabe está a la hora y lugar anunciados. Tiene los ojos calientes y brillantes como el alquitrán, y yo me he enternecido y relajado, al igual que los seres cambiantes de sus cuadros. Ella los llama «monstruitos». «A menudo pienso que debería hacer psicoanálisis», dice, porque las heridas la crudeza, la organicidad atraen a Mikele. Cada vez que su hermano gemelo se caía de la bicicleta, retrataba sus rasguños y moratones. «Yo sentía el mismo dolor que mi hermano, pero también había algo estético en ello. (…) La hapticidad de la que habla Foucault: la unión del placer óptico con el sensorial».
Y sus imágenes han captado bien ese caos de la carne. Ahí están los restos de la cabeza de la merluza que se ha usado para hacer la sopa de pescado de Navidad; ahí están los cortes, grasa, tendones, escamas, bodegones enmohecidos, todas las posibles descomposiciones que cada uno quiere simbolizar. Utiliza múltiples disciplinas, como la fotografía, la pintura y la costura, y las pone a dialogar. Si se le pregunta sobre qué se dicen unas a otras, responde que «todas responden a un deseo». «La relación existente entre todas ellas es la que alimenta mi mundo».
Pinta al óleo en superficies porosas. «Me encanta esa suavidad que tiene el propio aceite. Eso que te da ganas de tocar. El aceite se usa normalmente con aguarrás, pero yo los uso sin nada. Que cueste. Un maestro siempre me decía: ‘Hay que peinar el aceite. Hay que darle «.
La inquietud de Mikele se puede resumir con un gesto y ella misma así explica a sus amigos y amigas la esencia de su placer:
[Frota las yemas de los dedos unas contra otras, como si estuviera tocando barro o plastilina o lubricante]
En la última pared de la sala de exposiciones tiene colgadas fotografías sin toque de pincel, fotografías realizadas alrededor de su casa. Las patas del perro que está echando la siesta y las piernas de su prima enredadas bajo la manta. Pétalos de rosa en la palma de la mano. Una eternidad que empieza a descomponerse. Esas fotografías las presentó en el trabajo de fin de máster de Pintura, porque Mikele es así de flexible. Las ideas fijas no le provocan placer. «Fue en cuarentena y no estaba inspirada. Donde más cómoda me sentía era en la fotografía. La profesora me animó. Él me decía: ‘Mikele, ¿qué es la pintura? ¿Y qué es la fotografía? ‘. Y es verdad, ¿qué es el arte? Ahora todas las disciplinas están tan clasificadas… pero a mí me salió así». Su madre es aficionada a las flores y muchas de las fotografías fueron inspiradas por los seres vivos de su jardín. Tuvo una conversación con su madre, que le dio un hilo para empezar a tirar:
[Ama, ¿por qué te gustan tanto las flores? / Pues, porque siempre son diferentes.]
«Me dio qué pensar sobre mis pinturas. Muchos maestros me han dicho: ‘Sal de tu mundo, siempre lo descompuesto, lo descompuesto…’, pero una vez otro me dijo: ‘No. ‘Vuelve a repetir. Si repites, es por algo, algo no has descubierto ‘. La relacionaba con mi madre. Todos los años están las mismas flores en nuestra casa, pero no son las mismas».
También ha finalizado el máster de diseño y vestuario cinematográfico, y en esta sala también se expondrá el proyecto desarrollado en el máster. Mikele ha convertido uno de los monstruitos de sus cuadros en un personaje de cine; lo ha traído a gran tamaño y lo ha enredado en telas con encajes y volantes del color de los menudillos. El coser le relaja, ya que ha cosido desde niña con su madre, y su abuela también es muy hábil cosiendo. «El cine me ha impresionado. Cuántos trabajos se hacen en la confección, cuánto puede decir de un personaje su vestimenta… Coser es cuidar, unir «. Le pregunté si el coser puede ser una especie de contrapunto de las heridas, una relajación o un cierre. Dice que sí. «En los cuadros también aparece la sensación de las telas», y me ha llevado ante su obra favorita del máster de Pintura, que pintada por primera vez con tonos azules, una criatura pequeña, viscosa, poderosa, santa, sexual y atractiva. Nos hemos quedado mirándola. «Imagínate que fuéramos eternos», me dice. «No me gustaría», ha continuado. «No habría ganas de cambiar. La muerte me da miedo, pero también tranquilidad «.
antigua cárcel
[Yendo hacia Arretxinaga, hay una casa de piedra, y allí solía estar la cárcel. / Era de hombres, de mujeres…? / De todos y todas. Arriba están las celdas. Yo ya lo he conocido, solíamos ir a llevar comida. Pero, pero por política creo que nunca… eh… Me acuerdo que solía ir a donde una persona, pero tuvo familia… y no sé si murió al nacer o qué pasó… La cuestión es que lo/la trajeron a la cárcel. Y le solíamos llevar comida. Solían estar los carceleros y se lo dábamos a ellos.] Mari Carmen Azkune Arrate
El pueblo de cada uno puede ser materia orgánica en descomposición, que desprende un olor tan penetrante como dulce, que te repugna porque te gustaría tocarla, y viceversa, pero Mikele me ha dicho que para ella pueblos como los nuestros son como cajas. <0} Pensando en ello he llegado a la acera de enfrente de la antigua cárcel, al paso del humillado profeta que quiere volver a la cama. Las ventanas del edificio son puntiagudas; algunos cristales están rotos. En el pardo una rosa algo débil, con ganas de sol, y un nogal más allá. No hay petunias. La antigua cárcel ha quedado atrapada entre casas desordenadas, y en mi mente también está desordenado este espacio. Me he acordado del amigo que está en Salamanca. [Nieto, una pregunta, ¿tú vivías en la antigua cárcel de niño, verdad? ¿O me lo he inventado? / Sí, viví allí, y de maravilla. Viví allí hasta los cinco años. Cada vez que voy a Markina vuelvo allí a ver los patios y demás. Y cuando inauguran una exposición también suelo ir. Además mi padre plantó un árbol allí cuando nací yo!]
Hoy todo es un nido vacío. [ ]
La pequeña puerta de hierro está abierta. He entrado hasta el pórtico, aunque sé que no voy a encontrar a nadie. Aun así, estoy en paz. He mirado al interior a través de los cristales de la oficina de Agricultura. Vacío. Hace tiempo que solía venir con mi tío («tenemos que ir a la oficina de Agricultura») y casi siempre salía de allí enfadado. Las coordenadas no son suficientes para llegar a algunos lugares, un lugar puede ser muchos lugares a la vez. La profecía concretó el pueblo, pero no qué capa del pueblo.