“Los límites de mi lengua son los límites de mi mundo” Wittgenstein, L. (1961). Tractatus Logico-Philosophicus
El cuerpo se ha despertado en silencio, no ha hecho el menor ruido. Ha puesto un pie en el suelo de losas frías, pisando grietas que aún resuenan voces del pasado e imponiendo su silencio. Ha creado una escena especial en la que incluso el silencio tiene su valor, así como la posición de los pies y el sentido de la mirada. El insecto que mira por el pequeño agujero de debajo de la pared también ha notado la importancia de la semiótica en ausencia de palabras.
El cuerpo recién despertado no tiene todavía ninguna máscara, ni ruido, ni sonido, ni melodía, sólo el susurro del silencio. Como si estuviera inmerso en una guerra interna, aborda el reto que se había puesto a sí mismo en una pizarra que tiene en la esquina de la habitación, empieza a escribir. No es un reto fácil, quiere desgarrar los límites del alfabeto, pero sin crear sonido, ya que duda si la música de las letras no será demasiado despiadada para los oídos más finos.
Comienza el trabajo que se ha autoimpuesto, enumerando los elementos que componen el cuerpo.
Arruga, Cara, (re)Celo, Diente, Fachada, Fluidez, Frente, Herida, Hígado, Lengua, Mano, Nariz, Neurona, Ojo, Pelo, Plasma, Puño, Saliva, Sangre, Tensión, Tiempo.
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