Todos los animales tienen sus mañanas, sus hambrientos despertares. Yo te tengo a ti,
escribía por aquel entonces.
Mañana abierta de domingo.
Que no acaba. Esas mañanas que no acaban nunca. Y llega la tarde, y la tarde son los brazos y las manos de esas mañanas. Al igual que un gesto acompaña y prolonga una palabra, así se derraman algunas mañanas por las tardes de domingo. En largos desayunos que se convierten en comidas. En conversaciones que no acaban. Que no quieren acabarse, que no se dedican a acabar, como sí procuran, aunque lo intenten disimular, las intermitentes y mediocres conversaciones en eventos.
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