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paola

amets arzallus

Paola

El mar lame la piedra y los hablantes las palabras. Y al final, las palabras y las piedras ceden, y se van rompiendo poco a poco. Rompiéndose y reduciéndose. Y adquieren una identidad particular. Y entonces se convierten en características de ese lugar en concreto.
La “farola” de Zumaia, desde su construcción, ha conocido a un sinfín de olas. Y ha perdido las piedras y una “R” con el vaivén de las mismas. Y como ocurre con muchas palabras en euskera, la F inicial se convirtió en P en algún momento. Y desde entonces comienza con un golpe de percusión: Paola. En esa colina de Talaimendi, donde la caricia del viento es más un «golpe» que un soplo. La música de las palabras siempre nos dice algo.
Desde entonces, en el Cantábrico, quien escucha la palabra “paola” ya sabe a qué faro se refiere. No tiene que esperar a las señales luminosas.

El Paseo Paola (el paseo del faro)
En París, los Campos Elíseos; en Bilbao, la Gran Vía; y en Zumaia, el Paseo Paola.
“¡Zumaia comenzó en Arritokieta!”, me corregirá alguien de casa, o “nuestra calle mayor es Erribera” alguien del barrio. En el Paseo Paola no hay chiquiteo, ni ayuntamiento, ni siquiera shopping. Pero, para mí, la arteria principal de Zumaia es el Paseo Paola.
Hecho a la medida de los pasos de todas las edades. Para que los niños y niñas aprendan y las personas mayores no olviden. Mueve el sudor, pero no lo aflora. Abre el apetito y no cansa. Las personas sedentarias pueden hacer deporte, y las personas deportistas pasear sus músculos. Las dimensiones del Paseo Paola satisfacen todos los caprichos de la psicología humana y del cuerpo.
Incluso en el reloj de aquellas personas que van con prisa tiene cabida un paseo de ida y vuelta. Para las personas que no tienen prisa tiene bancos, y el mar a la altura de los ojos. Y para poder mirar o para poder andar, por ahora, no hay que meter monedas en ninguna máquina.
Es un hermoso paisaje para andar solo, donde la mente despega junto a las gaviotas. De ir en compañía, sabe equilibrar todas las salidas de quien nos acompaña. Es lo suficientemente largo para conversar con un orador hábil, pero no demasiado para pasear junto a una compañía pesada.
No sé cuántos metros son concretamente o si llega a ser una milla marina; pero, la persona que tomó la medida del Paseo Paola no era cualquier ingeniero o ingeniera.

El primer recuerdo
Alguna vez he oído que la memoria es agua. Que el agua es el regazo orgánico, el soporte o el secreto de nuestros pequeños recuerdos. Dicen que el pasado persiste en unos pequeños pozos que tenemos en nuestro interior.
Tendría tres o cuatro años, como mucho cinco. En aquellos años mi hermana la mayor y yo pasábamos los veranos en Zumaia. Los primeros recuerdos de mi vida son de aquella época. Mi tío me lleva en la parte trasera de una bicicleta negra, con las piernas colgando. Me llevó hasta el extremo de Paola, y no sé si sentí vértigo, o si fue la belleza del paisaje, o si una ola me salpicó. No lo sé. Pero ese es el primer recuerdo visual de mi vida. Mi tío en la bicicleta y yo en la parte trasera. Y los dos en Paola.
Ahora, cuando cierro los ojos y vuelvo a aquella primera escena, lo recuerdo como si la bicicleta estuviese flotando en el agua. Como si hubiéramos ido un poco más allá de la punta de Paola, sobre el mar. Ya sé que no es posible, pero yo lo vivo así.
La memoria convierte el agua en vino.

Avenida de la República
Ha pasado casi un siglo y en esta gran estela de la historia andamos buscando los cadáveres de algunos zumaiarras. Aún no han aparecido. Si alguien supiera dónde están, que diga la verdad parcialmente o por completo, pero la verdad, antes de que todos nosotros olvidemos quiénes fueron.
Paola sabe mucho de la versatilidad de los tiempos políticos. Desde 1931 a 1936 el Paseo Paola se llamó Avenida de la República. Lo sé porque lo leí en un libro, no se lo he escuchado a nadie, nunca lo he oído en casa. «Hasta las paredes de la cocina tienen oídos», decía mi abuela, y no solía querer hablar demasiado de la preguerra ni de la época de la guerra. El miedo se pega como una lapa.
Pero me lo ha dicho un libro: Avenida de la República. No sé si los zumaiarras de aquella época nombrarían alguna vez aquel nombre, cinco años no bastan para que se asiente un topónimo geográfico. Pero pienso que cada vez que muchos zumaiarras leían aquel nombre, aun sin usarlo, respirarían un poco; Avenida de la República. Una bocanada de oxígeno, en un paréntesis entre duras dictaduras.
El otro día vi a una mujer anciana, sola, en el Paseo Paola. Iba andando con dos bastones. Tendría unos noventa años, o quizás más. Cada tres o cuatro pasos, se paraba y se peinaba el pelo despeinado por el viento. Y se ordenaba los colores. Llevaba el pelo canoso adornado con mechas verdiamarillas y moradas.
La Avenida de la República merodeaba en su cabeza.

Pako Rata
El Paseo Paola comienza en la plaza Amaia. A saber dónde está el maleficio de Pako Rata.
Pako Rata, de nombre de pila Francisco Urrestilla, fue todo un personaje en Zumaia, muy famoso en el pueblo. Alguien le había echado el mal de ojo, y si en el pueblo ocurría una desgracia, siempre le echaban la culpa. “Un zorro ha matado a ocho gallinas en nuestro caserío. ¡Culpa de Pako Rata!” o “este año la Telmo Deun no ha traído la bandera. ¡Culpa de Pako Rata!”. Pasara lo que pasara, en Zumaia siempre era culpa de Pako Rata.
Se decía que de vez en cuando pasaba unos días en el calabozo. A saber quién y por qué lo delataba.
En aquella época, en pleno franquismo, Koxme Iraundegi era el alcalde de Zumaia. Probablemente era más culpable de la desgracia de muchas familias del pueblo que el propio Pako Rata, pero él nunca pasó ni una sola noche en el calabozo. En todo caso, se las hacía pasar a otras personas. Koxme Iraundegi era franquista.
Una mañana, cuando el alcalde Iraundegi volvía de su paseo por Paseo Paola, vio a Pako Rata sentado en un banco de la plaza Amaia. Cuando lo vio, se acercó y le preguntó: «¿sabes a dónde voy?». Pako Rata le respondió que no con la cabeza. Entonces, «a la novena», le dijo Iraundegi. A rezar, a rezar la novena a la virgen de Arritokieta. «Pues sigue», le despidió Pako Rata.
Pero para cuando el alcalde dio cinco pasos, Pako Rata volvió la cabeza hacia él y dijo en voz baja: «En balde».

Nuestro abuelo
Iba todos los días a Paola. Daba lo mismo si nevaba o el sol quemaba el asfalto, él nunca faltaba. A veces con los amigos, muchas veces solo y en los últimos años con el bastón. El adoquín gastado del camino del Paola le gustaba tanto como la alfombra de casa.
Eso es el Paseo Paola: adoquín y mar.
El adoquín apenas cambia, pero el mar muestra una cara diferente todos los días. Y si lo miras como a un espejo, cada vez despierta una nueva faceta de ti mismo. O una faceta vieja, muy vieja, pero que nunca habías visto con esa precisión. El mar, al igual que aquél poema oscuro de Artze, te ayuda a ver los rincones más admirables de ti mismo.
Eso es el Paseo Paola: un sendero hacia tu interior.
Y todos los días iba allí mi abuelo, a rememorar los recuerdos de la guerra, a olvidar las miserias que vivió en Andalucía en los campos de concentración de obreros, o a desatar quién sabe qué nudos. O simplemente a ver despertar un nuevo día, enlazando los hilos del pasado con el mañana.
Eso es el Paseo Paola: un latido de los pasos en el fervor del mar.

Calzada del Gigante
Zumaia tiene los acantilados de Itzurun e Irlanda la Calzada del Gigante.
Los dos son vestigios paisajísticos creados por los fenómenos naturales de hace unos sesenta millones de años y que han perdurado hasta nuestros días, tan bellos como fértiles. Quién sabe cuánto dinero dejan los ojos del mundo en la olla ciega del turismo.
La Calzada del Gigante se encuentra en la orilla del condado de Antrim, en Irlanda del Norte. Son piezas de basalto, adoquines hexagonales, todos idénticos. La lava que sale de la chimenea de un volcán, que se enfría de golpe y se convierte definitivamente en piedra, con esa forma geométrica tan peculiar. Trabajo manual de la naturaleza.
Pero al igual que la naturaleza, la gente también tiene imaginación, y alguien creó una hermosa leyenda dándole una nueva dirección a esta calzada. La leyenda dice que antes de nuestro gigante de Altzo había otros dos gigantes en Europa: el irlandés Finn y el escocés Bennandonner. Pero estos dos gigantes, que padecían la misma enfermedad que mucha gente de uno setenta, aun teniendo buena vista no podían ni verse, y cada uno, desde su cabo, apedreaba al del otro cabo. De modo que se arrojaron tantas piedras a voleo que al final se formó un ancho camino sobre el mar. Una larga calzada desde Irlanda del Norte hasta las islas Hébridas de Escocia.
Ese es el principio de la leyenda, y el final cuenta, con gran fantasía, cómo parte de aquel camino se hundió bajo el mar. Cómo se hundió una parte y cómo quedó al descubierto otra pequeña parte. Precisamente, esa parte que no se hundió es la que se ve en las orillas del condado irlandés de Antrim, la que se puede pisar. Cada año se acercan miles de turistas allí.
El Paseo Paola de Zumaia no lo creó la naturaleza. Por el contrario, se construyó contra la naturaleza, para proteger la entrada del puerto de las olas, para allanar el camino a las barcas y, de paso, para deleitar los ojos de la gente. Un balcón de piedra sobre el mar, construido por las manos de los obreros.
Todos aquellos obreros habrán muerto, pero, a pesar de su descanso, el viejo Paseo Paola sigue alargándose sin parar. Los pasos de mi abuelo ya habían empezado a acortarse cuando lo alargaron por última vez, cuando yo era adolescente. Doscientos o trescientos metros más sobre el mar.
No sé si es un gigante el que está apedreándonos o somos nosotros los que estamos hormigonando a un gigante. Solo sé que, al igual que la memoria es agua, el agua también tiene memoria.