hau ez da hau

sin título

anton iturbe

“don’t you know you’re life itself…”(*) David Bowie canta “Wild is the Wind” durante la grabación del disco “Station to Station” en 1975. El eco de esa última palabra aún no ha desaparecido cuando Dennis Davis inicia un majestuoso redoble. Una pausa de unos segundos que nos permite a todos tomar aire y  continuar disfrutando de una de las más bellas interpretaciones vocales que jamás he escuchado. Unos segundos o una eternidad. Un viaje de ida y vuelta infinito en el que todo es posible y todo sucede al mismo tiempo.

Leo “La Ciencia a la Luz del Misterio” del músico y escritor Víctor Nubla, mientras imagino la voz de Bowie produciendo una vibración en el aire, y llegando a través de éste a todos los cuerpos y objetos que le rodean. Impregnando sus superficies de microscópicos relieves que se superponen a los millones de relieves de sonidos anteriores. Entre ellos un disco de vinilo. Sobre cuya superficie inmaculada una aguja graba esos relieves para siempre, para que otra aguja, más tarde, en un futuro aún por llegar, los lea y lance la voz de Bowie a una nueva estancia. Mis oídos, mi cuerpo, mi habitación.
Una flauta fabricada hace 35000 años y recientemente descubierta, lleva a Víctor a preguntarse por las melodías que se tocaron con ella, y del rastro que ha podido quedar de ellas. Hoy somos capaces de reproducir el sonido grabado en vinilos como “Station to Station”, ¿seremos capaces algún día de extraer todos los sonidos que han impregnado cualquier superficie a lo largo de los siglos? Nada habría desaparecido, todo estaría grabado. Todo nuestro pasado renacería en nuestro presente, en su futuro, para mezclarse con nuestros sonidos y quedar grabados para otro futuro.
Del mismo modo que la luz de una estrella que llega a nosotros es una imagen de un hecho ocurrido en un lejano pasado, que para nosotros es presente, una grabación es un mensaje de otro tiempo y espacio que nos llega aquí y ahora. Las palabras de Bowie, su aliento y el eco de aquel estudio en 1975 llegan a todo mi cuerpo, a todos los rincones de mi habitación y a todos los relieves que miles de canciones y conversaciones pasadas han dejado en ellos. Las escucho, las huelo, las palpo las saboreo mientras impregnan todos mis pliegues interiores, para hacerlas enteramente mías en este momento único y a la vez eterno.
Ahora recuerdo Barcelona. Un Festival de Música Electrónica en 2015. Un auditorio completamente a oscuras. Autechre reproducen su abigarrada música, siempre mutante, en constante movimiento y fuga de sí misma, sin que podamos verlos. Cierro los ojos allí y cierro los ojos ahora, y veo como el sonido dibuja el contorno de sus cuerpos, de todos nosotros y del auditorio. El sonido llena todo el espacio. El sonido es el espacio. La materia es onda y partícula al mismo tiempo. Puedo vivir en la habitación que las vibraciones electrónicas de Autechre han construido para mí, puedo tocar sus paredes, sentir la vibración en mis manos y responder con mi propia vibración, cúmulo de todos mis anhelos y todas las escuchas acumuladas. Un amigo me susurra que por un momento, ha creído que todas las canciones de la historia sonaban al mismo tiempo. Nunca he escuchado descripción más certera de la sensación que produce siempre, en todas sus manifestaciones, la maravillosa anomalía sonora que engendra el dúo de Manchester.
Cuentan que Bowie estaba tan enganchado a la coca en aquellos tiempos que no recuerda ningún detalle de la grabación de “wild is the wind” ni de todo “Station to Station”, el disco que la contiene. Nadie, ni siquiera él, puede saber con certeza qué imágenes pululaban por su mente en aquellas sesiones. En la portada de “Station To Station” hay una foto en blanco y negro de Jerome Newton, el personaje en encarnado por Bowie en “The Man Who Fell To Earth”, asomando por un agujero en la pared de una cámara anecoica. Una imagen atrapada en el interior del sonido que se nos desvela cuando este llega a nosotros. Jerome Newton es el nombre adoptado por el alienígena escondido bajo la piel nívea del delicado y hermoso cuerpo de David Bowie. Incapaz de cumplir su misión de llevar agua de la tierra a su sediento planeta de origen, traicionado, manipulado y abandonado por todos los humanos que contactan con él, graba un disco con mensajes que espera algún día puedan ser transmitidos a su planeta. Los mundos y universos imaginados por Bowie/Jerome cuando grababa “Wild is The Wind” están codificados en los surcos de este disco de vinilo que ahora suena en mi habitación. Viajan de estación en estación en busca de tiempos y espacios futuros donde sea posible descodificarlos.
Mis ojos permanecen cerrados para poder ver. Ahora siento que el viento es salvaje y mi nave es ingobernable. No me resisto, me abato a la fuerza de su soplido y me dejo llevar hacia lo desconocido.  Estoy en Londres, es un dulce anochecer primaveral en el Café OTO, la chelista Okkyung Lee toca a dúo con diferentes artistas, combinando el sonido de su instrumento con saxos, pianos o sintetizadores electrónicos. El resultado es una textura en la que me resulta imposible discernir quien aporta cada parte, tal es la riqueza tímbrica que Okkyung es capaz de extraer su chelo. Una ráfaga repentina me lleva al otro lado del atlántico, al salón convertido en escenario del Rhizome, en Takoma, en los suburbios de Washington DC.  La percusionista Claire Rousay actúa en solitario. Sentada delante de una pequeña batería, deja caer, golpea, manipula y roza contra la superficie de los tambores toda clase de objetos: platos, canicas, bolsas de plástico, cadenas… sin usar en ningún momento las baquetas convencionales. Es fascinante verle crear su música pero aún lo es más si uno mira a otro lado e imagina orquestas enteras tocando en medio de los ruidos de una selva tropical. Lo cierto es que a fuerza de costumbre asociamos sonidos y formas de tocar concretas a cada instrumento y nos sentimos cómodos cuando ambas cosas se dan al mismo tiempo. Pero si nos entregamos a nuestras sensaciones, y permitimos que sea nuestra imaginación la que vea y escuche por nosotros, asociaremos sonidos diferentes a instrumentos que creíamos conocidos o crearemos nuevos instrumentos capaces de generarlos. ¿Cuáles de ellos son más reales? ¿Pertenece un sonido exclusivamente a un objeto concreto? O quizá tan solo lo contiene durante un tiempo hasta que alguien es capaz de liberarlo y hacerlo llegar a todo aquella persona, objeto o espacio que esté dispuesto a acogerlo en su interior, para ser a su vez liberado en otro momento a otros receptores. Sueño y siento que Okkyung y Claire liberan sus propios sonidos interiores y los transmiten a través de sus instrumentos hacia mí.  Los escucho con mis oídos. Los acojo en mi cuerpo con todos mis sentidos. Los puedo ver y vivir en una intersección entre tiempos pasados y futuros, en una interzona de claridad cegadora en la que, por un instante, todo cobra sentido. Una eternidad.
A mediados de los 90, miro una fotografía y trato de captar cada detalle para dibujarlo. Está tomada en 1974 en el Madison Square Garden de NYC. David Bowie actúa en directo, es la gira de “Diamond Dogs” antes de grabar “Station To Station”. Una cuerda blanca da varias vueltas alrededor de su cuerpo, en plena transformación entre la purpurina explosiva de Ziggy Stardust o Aladdin Sane y la lánguida elegancia del Thin White Duke o de Jerome Newton, como si fuera una larva en la que se está gestando poco a poco su nuevo personaje para ser liberado cuando llegue el momento, cuando estemos dispuestos a acogerlo.  Trazo las líneas sobre el papel y puedo acariciar el tacto de su ropa, revolverle el pelo y abrazar su figura encogida para hacerla mía. Absorto. Enamorado.
Imagen y dibujo se mezclan en mi mente, “wild is the wind” sigue sonando, justo donde la había dejado. “Don’t you know you’re life itself…”, el eco de su voz interrogante aún no se ha apagado cuando Bowie por un instante gira su cabeza y mira hacia atrás. Me mira. Sí, soy yo quien toca ahora ese redoble…
(*) ¿No sabes que eres vida misma?