Say Cheese

¡Sonreíd! ¡Decid PA-TA-TA! A la de tres… una, dos y… ¡clic!
Todo comienza con una escultura pública. Una forma informe, de la que emergen brazos y ramas en todas direcciones, desplegándose en 360 grados, justo en medio de una rotonda. Pero no es una de esas rotondas que imposibilitan el acceso o dificultan la visión digna de lo que se ha instalado en el centro. No. Esta escultura es un objeto cercano, casi al alcance de la mano, si el tráfico lo permite.
A pocos metros, en la acera, hay una fuente. Otro elemento cargado de simbolismo, profundamente ligado al arte y a lo público, además de cumplir con su función social. Pero volvamos a la escultura. En ella aparecen algunas letras, aparentemente desordenadas. El conjunto tiene ya una pátina de afecto; ha sido adoptado por el entorno. Forma parte del imaginario colectivo, vive con nosotras. Sería casi cruel imaginar el paisaje sin su presencia. Porque más que un objeto, es una seña de identidad. Es fondo de mil imágenes, testigo de actos, protagonista de historias. Es lo que cualquiera quiera que sea, como un dibujo hecho por una niña o un niño.
—Hagámonos una foto.
—¿Con la escultura? ¿Cómo? ¿De fondo? ¿Podemos subirnos a ella? ¿Y si…?
¿Es necesaria la intención de sacar una foto para poder imaginar otros usos y relaciones con lo que nos rodea?
¿Qué poder tiene la imagen sobre nuestro comportamiento?
¿Nos permite la cámara ver lo conocido desde nuevas perspectivas?
Imaginemos, entonces.
¿De dónde vienen nuestras formas de relacionarnos con las cosas?
¿Lo aprendemos?
¿Lo heredamos?
¿Lo inventamos?
¿Desde dónde?
¿Es una señal, un banco, o una escultura? ¿Puedo subirme?
La escultura puede ser señalética, indicativa, detonante, identificadora… y la señalética puede ser a su vez un ejercicio de forma, de gráfica, de color, de abstracción.
Es fascinante lo abstracto que puede ser el código vial, y cómo, sin darnos cuenta, lo interiorizamos hasta convivir con él de forma natural. No pasa nada por lo abstracto; lo hacemos nuestro, igual que el teléfono que llevamos en el bolsillo.
—Espera, que no lo encuentro. ¿Lo habré guardado en el bolso? ¿En la mochila? ¿En los bolsillos del abrigo, de la chaqueta, del pantalón, de la riñonera…?
Los bolsillos donde guardamos cosas pueden ser infinitos, enormes e incluso inmateriales. Pueden tener el tamaño de una casa y contener experiencias sin fin… o ser infinitos en sí mismos.
Tal vez deberíamos revisar cada bolsillo de nuestra historia, descubrir qué guardamos dentro, analizarlo, decidir si merece ser contado.
Quizás deberíamos aprender a componer la música que queremos que acompañe nuestra propia historia.
Pero por ahora, pongámonos ahí.
Decid:
¡Patata!